Como cada día de mi vida, abrí la puerta con aquella llave
roja de mi llavero. Empujé el picaporte con la mano izquierda en la que llevaba
el portátil de mi oficina. En ese momento fue en el que me percaté de que había
anochecido, me vino bien la Luna alzada ya que mis piernas casi no me sostenían
y los párpados de mis ojos apenas aguantaban arriba.
Me dirigí
hacia mi lúgubre habitación. Algo había cambiado. Ella estaba ahí, esperándome. Sentada en la
cama con aquella enfermiza y amarillenta mirada. Aquellos ojos perdidos
buscaban la luz por la ventana en su consumido rostro. Su frágil respiración la
obligaba a vivir del poco oxígeno que quedaba en aquella habitación. ¿Ante
quién me encontraba?
Me quedé paralizado junto a la puerta, observándola. No
sabía quién era ni cómo había llegado ahí. Pero verla así me quemaba por
dentro. ¿Era importante?
Cuando la vi muriendo con sus ojos clavados en los míos, con
una sonrisa irónica en aquella horrible cara, sentí cómo mi esencia desaparecía
y entendí que no era cualquiera quien moría en esa cama sino yo.
Me había
dejado morir a mí mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario