domingo, 29 de julio de 2012

14ª Página: Corta Rutina.


Como cada día de mi vida, abrí la puerta con aquella llave roja de mi llavero. Empujé el picaporte con la mano izquierda en la que llevaba el portátil de mi oficina. En ese momento fue en el que me percaté de que había anochecido, me vino bien la Luna alzada ya que mis piernas casi no me sostenían y los párpados de mis ojos apenas aguantaban arriba.

Me dirigí hacia mi lúgubre habitación. Algo había cambiado. Ella estaba ahí, esperándome. Sentada en la cama con aquella enfermiza y amarillenta mirada. Aquellos ojos perdidos buscaban la luz por la ventana en su consumido rostro. Su frágil respiración la obligaba a vivir del poco oxígeno que quedaba en aquella habitación. ¿Ante quién me encontraba?

Me quedé paralizado junto a la puerta, observándola. No sabía quién era ni cómo había llegado ahí. Pero verla así me quemaba por dentro. ¿Era importante?
Cuando la vi muriendo con sus ojos clavados en los míos, con una sonrisa irónica en aquella horrible cara, sentí cómo mi esencia desaparecía y entendí que no era cualquiera quien moría en esa cama sino yo. 




Me había dejado morir a mí mismo.

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